La siesta argentina

I

Las imágenes de Facundo de Zuviría se ofrecen a la mirada de un modo peculiar. En un primer momento, esta se encuentra retenida en una relación de “familiaridad” con los bares, peluquerías, tintorerías y negocios que, indudablemente, son parte constitutiva de nuestro paisaje urbano y de nuestra memoria cotidiana de la ciudad. Esos lugares son también espacios de huellas y marcas, muchas indescifrables y otras reconocibles, que el tiempo depositó en ellas. Restos de carteles, graffiti inconclusos y avisos publicitarios superpuestos se contraponen a superficies claras y límpidas. Todas enmarcadas desde una precisa frontalidad. Pero de pronto, algo obliga a la mirada a volver sobre sí misma, a sustraerse a la seguridad que otorga el reconocimiento de lo familiar. Repara en que la mayoría de las imágenes muestran locales cerrados en plena luz del día. Aparecen clausurados de un modo definitivo, como si el instante fotográfico hubiera apresado su condición natural. Ninguno invoca la paz del domingo; ninguno sugiere el descanso. Se trata de otra cosa, totalmente distinta. Los otros locales, los abiertos, parecen a punto de cerrar o haber sobrevivido a acontecimientos ausentes. Algunos se ven atravesados por las innumerables formas del deterioro; el orgullo de los bien conservados no puede disimular una intensa tristeza. La amenaza, que como una inmensa sombra se abatió sobre muchos y oprime a los otros, emerge paulatinamente de las imágenes de la siesta argentina. Esa inmensa sombra que los obligó a cerrar las persianas y que permanece vigilante, asediándolos, es la que transformó de un modo inédito la fisonomía de la ciudad. Pero aquí surgen la preguntas. ¿Cómo es posible que, intempestivamente, la crisis económico-social más violenta y devastadora que hemos sufrido aparezca a través de la extraña belleza de las imágenes fotográficas? ¿Cómo es posible que las fotografías logren hacer visible lo que carece de visibilidad y, en ningún caso, está expresamente aludido? La “magia” de la fotografía no puede ser, en este caso, la única respuesta posible. Ella es, por el contrario, el verdadero punto de partida, y su intangible presencia el lugar de donde surgen los interrogantes.
Las imágenes fotográficas son productos artificiales fabricados por cámaras, permiten suponer que el mundo “real” se ha reflejado en ellas de un modo inmediato y espontáneo. Ahora bien, lo decisivo en las fotografías que aquí se presentan es que ellas se resisten a convalidar esa suposición, más bien la vuelven problemática. Desde el momento que tienen la pretensión de hacer ver algo, se exponen como imágenes de arte. Esto significa que no se limitan a una mera duplicación de lo dado, a existir como cosas entre las cosas. Son registro de cosas, documentan, pero lo allí registrado se diferencia de las meras cosas, aparece transfigurado en su propio interior y marca una diferencia con el mundo de donde proviene. Y es esa diferencia lo que exige reflexión. Dicho de otra manera: aquellas se ofrecen a la mirada, a la experiencia sensible, pero, al mismo tiempo, requieren de conceptos. “La reflexión tiene que introducirse en las imágenes de modo que no sea algo exterior y extraño”, escribió Theodor Adorno. La reflexión se desencadena a partir de las propias imágenes. Se instala en la diferencia entre las imposiciones de un aparato técnico y la búsqueda, entre las posibilidades que ofrece el programa de la cámara de producir situaciones no vistas, inéditas. Tan inéditas como la crisis económica y social que asoló la Argentina en un reciente pasado, tan reciente que de él apenas estamos despertando. La fotografía nos muestra a su manera esa crisis, que nunca entra explícitamente en la imagen pero que jamás podría ser silenciada.

II

El historiador W. M. Ivins (h.), conocido por su importante investigación sobre la imagen impresa prefotográfica, sostenía que la única manera de llegar a “leer” una fotografía es hacia atrás. Nuestro modo de entender a Atget, afirmaba, tiene que ver con el conocimiento de la obra de Walker Evans, es decir, con todo aquello que, retrospectivamente, la imagen del último proyecta sobre la del primero. De ese modo, Evans ha incrementado el sentido que tiene para nosotros la tradición visual, porque afectó el modo y la manera en que vemos las imágenes pasadas y presentes, y no sólo las imágenes fotográficas, sino las tarjetas postales, los carteles publicitarios, las calles principales de las ciudades, la arquitectura urbana e, incluso, las paredes de las habitaciones. Es decir que también se constituyeron en algo que pasó a formar parte de nuestra experiencia de lo visible urbano. Es por eso que las imágenes de Facundo de Zuviría buscan, en su reflexión, a sus propios precursores. Y no es casual que aparezca la figura enorme de Evans como referente ineludible. Walker Evans mostró los productos de la sociedad americana de su época: afiches, tapas de revistas, graffiti, retratos de la vitrina de una casa de fotografías. Fotografías y re-fotografías, imágenes de imágenes. Plasmó, en inolvidables placas de negocios y viviendas, las silenciosas tensiones que atravesaba la sociedad americana de aquellos años, sus pretensiones y miserias. Desde entonces, su obra ha sido caracterizada con el difuso nombre de “documental”. Pero el carácter documental que se le atribuía, pronto se convirtió en un verdadero punto crítico y un centro de reflexiones que alcanzan a la misma especificidad de la fotografía. En otras palabras: la categoría de lo “documental” devino problemática. Es cierto que Evans se oponía al esteticismo de Stieglitz, para quien la fotografía, como arte, sólo se justificaba con relación a las demandas de la pintura. Tampoco puede negarse su defensa del valor de testificación de la imagen, oponiéndose a aquella fotografía que buscaba afanosa “un efecto de arte”. Sin embargo, ha llegado a ser evidente que sus fotografías no han quedado atrapadas en esa simple oposición entre lo documental y lo artístico.
Lo que Evans pretendía, en palabras de Gilles Mora, era una “pureza, un rigor, una simplicidad, una inmediatez, una claridad que se obtiene por ausencia de pretensión artística, en una conciencia aguda del mundo”. Pero interpretaríamos mal “ausencia de pretensión artística” si se entendiera sólo como una declaración de primacía de lo testimonial sobre lo estético; confundiríamos la lúcida “modestia” del artista con la defensa de un falso empirismo. En realidad, resistencia al arte es resistencia al esteticismo y a la equívoca idea de que hacer arte es nada más que resultado de intenciones subjetivas. Es probable, escribe J. Szarkowski, que en este punto -como en toda su obra-, Evans se rigiera por su admirado Flaubert: “Un artista debe ser en su obra como Dios en la creación, invisible y todopoderoso”. Así, la modestia del artista, el reconocimiento de la primacía de la obra en la cual el sujeto permanece invisible y renuncia a imponer su propio yo, no obedece a una falsa modestia psicológica. Por el contrario, proviene del conocimiento de que el sujeto es el que está vaciado en la cosa misma, en la objetividad de la obra; él es un momento de su realidad. “En la configuración de la obra -escribió Adorno-, el sujeto no es el que la contempla ni el creador, sino el que está atado a la cosa, preformado por ella, el que es a través del objeto y está mediado por él”. El sujeto, en su vaciamiento objetivado, deja de ser un yo para constituirse en un nosotros. Y arte, en definitiva, es aquello que habla sobre lo que acontece entre nosotros, no lo que se dirige a una conciencia privada para satisfacer su sed de impresiones estéticas.
En este punto, las imágenes de Facundo de Zuviría parecen afirmar su trabajo sobre aquellos problemas inaugurados por Walker Evans. La siesta argentina hace ver la crisis económica y política, no se reduce a mera acumulación de lo real, a registro inmediato de algo “tal cual fue”, como tampoco invoca la vivencia subjetiva. Las fotografías de De Zuviría pretenden ser, como Evans gustaba decir, “documentos que probarán su inteligencia”.
Una ciudad semidormida surge de la imágenes de la siesta que, paulatinamente, configuran un experiencia común, nuestro propio espacio de experiencias. Por eso ellas son, al mismo tiempo, hechos sociales e imágenes de arte. Documentos, por la necesidad del procedimiento tecnológico; objetos estéticos, por el modo que involucran nuestra mirada y permiten divisar lo invisible. Escribe Giles Mora: “La fotografía de Evans es documento y, al mismo tiempo, reflexión sobre el sujeto y el objeto de la fotografía”. Las obras que integran La siesta argentina saben que aquello que llamamos arte cifra su existencia en la fuerza de su reflexión. Son documentos reflexivos.

III

Walter Benjamin mostró, en célebres trabajos, que las relaciones entre arte y medios de reproducción técnicos no se agotan en la afirmación que el arte va a la zaga de aquellos, como tampoco en la búsqueda de ocultas “influencias” recíprocas. Lo que la historia indica, sostenía, es que las demandas del arte no pueden encontrar satisfacción plena en el mismo momento que se formulan. Esas demandas trascienden su horizonte temporal y, retrospectivamente, puede mostrarse cómo los medios técnicos resuelven, sin saberlo, aquellas demandas insatisfechas. En ese sentido, la fotografía también satisface aquello que hace ya mucho tiempo fue enunciado como legítima pretensión artística. Muchos siglos atrás, en el ámbito de la pintura, el giro de la mirada hacia ángulos visuales desacostumbrados, a los cuales la visión humana normal no podía acceder, desembocó en la irrupción de un nuevo régimen escópico opuesto al perspectivismo cartesiano. El nuevo régimen posibilitó imágenes características por su antinaturalismo extremo. Entonces, en ese preciso momento, se hizo perceptible aquello que enunció claramente Konrad Fiedler: cuando el ojo llega al final de sus posibilidades exige necesariamente “el artificio de la actividad mecánica”. Ese es el instante en que la actividad mecánica anuncia que toma el poder. Allí se inicia una historia apasionante, donde arte y reproducción prefotográfica comienzan la danza de malentendidos que ni siquiera la irrupción de la fotografía pudo detener.
En esos tiempos, la forma artística, que antes sólo podía ser contemplada en el cielo de las ideas inmutables y luego objetivarse a través de la mano ejercitada, comienza su descenso hacia el mundo imperfecto de la existencia. La forma deja de ser disegno esterno y se transforma en disegno interno, humano, pratico, artificiale. La posibilidad del arte descansa, por primera vez, en recursos que sólo provienen del ingenio humano. Y la regla, la vera regola que rige la producción artística, encuentra su lugar propio en la visión humana. Por eso recomienda Federico Zuccari (1607) al artista: “Conviene que al trabajar te familiarices con estas reglas y medidas hasta tal punto que tengas el compás y la escuadra en los ojos, y el juicio y la práctica en las manos”. Hacer arte mediante la “especulación teórico-matemática” sería un “aburrimiento insoportable”, “una inútil pérdida de tiempo”.
Cuando la regla pasa a formar parte del mismo acto de ver, cuando el compás y la escuadra son inmanentes a la actividad del sujeto, éste se encuentra dotado, a través del ejercicio mecánico de sus manos y su capacidad de juzgar, para acceder a ámbitos que la visión normal no puede alcanzar. Por estas razones pudo afirmar Konrad Fiedler que “toda posibilidad de progreso en el desarrollo de lo visible depende de esa actividad mecánica”. Ahora bien, lo decisivo de estas reflexiones históricas consiste, como sugiere Otto Stelzer, en que esa actividad mecánica que produce cosas visibles demanda y prefigura, sin saberlo, la existencia de la fotografía.
Las fotografías se encuentran afectadas desde su origen por una singular paradoja. Son productos técnicos; ojos y manos se encuentran, por así decirlo, en la cámara fotográfica. Esto significa -según Vilém Flusser- que toda fotografía reponde a las exigencias de un aparato programado para generar un sinnúmero de ellas, cualesquiera que sean. En la fotografía rige una vera regola, una mathesis que ya no es la perspectiva, la forma o el disegno, sino el programa puesto por anticipado. Dado que el programa establece las condiciones de posibilidad de toda imagen, la intención del fotógrafo tiene que adecuarse a él, no debe querer más de lo que la tecnología puede hacer. Así vistas las cosas, pareciera que la tarea del fotógrafo se limitaría exclusivamente al dominio de un aparato, pero es necesario reconocer que este último nunca puede ser total y definitivamente comprendido. Algo de la enigmática caja negra todavía subsiste en cualquier cámara, por más reciente que sea, y sugiere que fotografía es, además, algo distinto a una restringida mecánica preestablecida. Puede decirse que la fotografía, en este punto, sigue una ruta algo tortuosa, porque a lo que en realidad se enfrenta es a lo que Flusser llama “caprichos inertes” de los aparatos. Y todo intento de desestabilizar lo inerte implica un desafío incompatible con la comprensión segura y transparente de sí mismo. La paradoja de la actividad fotográfica radica en que ella aparece como el campo de batalla entre la fuerza que impone la cámara en beneficio de su propio programa y la fuerza que impele a la mirada a querer hacer ver una situación diferente, a divisar lo no visto. De este enfrentamiento depende que las fotografías aparezcan como “memorias de aparato” -la frase también es de Flusser- o como actividad configuradora de lo visible. Las fotografías de Facundo de Zuviría aceptan frontalmente esa lucha y asumen la paradoja. No pretenden resolverla, tampoco les corresponde hacerlo, simplemente cargan con el problema en todos y cada uno de los momentos de su recorrido.

IV

La siesta es ese momento suspendido, ese breve fragmento temporal situado entre el sueño profundo y la vigilia. Casi un estado artificial que cobra en las imágenes de Facundo de Zuviría una dimensión dramática. Ellas nos hablan de ese tiempo en que parte de la ciudad aparece sumida en un obligado descanso. En la siesta, los sentidos externos se apagan y el sueño protege al durmiente de las incitaciones externas. Estas últimas son permanentemente reelaboradas por el sueño; el ruido de la puerta, el resplandor de la luz o cierta incomodidad corporal pasan a formar parte de lo soñado. Si el sujeto no soñara sería despertado por el rumor de las incitaciones y arrastrado por ellas. Por otra parte, del estado de vigilia sólo quedan restos que el yo debilitado por el sueño sigue sin embargo censurando, como si se tratara de un juez en estado de ebriedad -la imagen es de Ernst Bloch-.
La siesta bien podría ser ese umbral diferente a la profundidad del sueño nocturno, en la que todo queda sumergido en el olvido de sí mismo, pero también diferente del sueño diurno, donde la fantasía se proyecta hacia el mundo exterior más allá de toda medida terrena. Entre el sueño y la ensoñación estaría aquello que tiene algo de la fantasía de la última y la profundidad del primero. Pero tal vez sea el despertar el lugar donde se incuba lo realmente significativo, donde fermenta algo decisivo. Benjamin observa que el instante del despertar es ese curioso pasaje que guarda una relación inmediata con lo soñado, de la misma manera que la rememoración guarda una relación inmediata con lo acontecido. El despertar está todavía entremezclado con lo soñado, y en la rememoración lo acontecido todavía no está configurado, comienza, sólo comienza a adquirir su figura.
En el despertar, lo recientemente pasado, de lo cual no nos hemos alejado lo suficiente, de repente nos golpea. En el instante mismo de restregarnos los ojos golpea con toda su rudeza. Quizás las imágenes fotográficas de La siesta argentina también nos permiten divisar el momento en que se abren los ojos, cuando la siesta llega a su fin y algo que golpea comienza a cobrar forma.

Lucas Fragasso
Buenos Aires, septiembre 2003.

 

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